jueves, 22 de agosto de 2013
CRÓNICA DE CÓMO EL ARTE CALLEJERO LOGRÓ LLENAR LA PLAZA DE BOLÍVAR
LA OBRA ‘BOLÍVAR Y BOGOTÁ: UN BOLÍVAR URBANO’ REUNIÓ EN UN SOLO DÍA A MÁS DE 30 MIL PERSONAS.
A las 6 de la tarde del 6 de agosto de 2013 parecía que la Plaza de Bolívar no se iba a llenar. Los bailarines de break dance se maquillaban, el coro del Instituto Distrital para la Protección de la Niñez y la Juventud (Idipron) calentaba la voz; los mimos preparaban sus malabares y los músicos soportaban el frío mientras afinaban los instrumentos.
Sin embargo, de vez en cuando, se asomaban para ver el panorama de pocas personas que se acercaban al lugar.
Al otro extremo de la tarima de 18 por 18 metros, las cámaras de televisión preparaban sus movimientos, la grúa paseaba de un lado a otro y los periodistas, dispuestos alrededor de la estatua del libertador en el centro de la plaza, esperaban el inicio.
Iván González, el director escénico de la obra ya iba por su segunda caja de cigarrillos cuando el alcalde de Bogotá, Gustavo Petro, llegó al lugar para completar el grupo de directivos e invitados que verían el estreno. Y, frente a los más de 90 músicos de la Orquesta Filarmónica de Bogotá (OFB), el maestro Francisco Zumaqué levantaba su batuta para dar inicio a la obra.
Semanas atrás, cuando el director de la OFB, David García, le encomendó la misión de celebrar el cumpleaños número 475 de Bogotá, el maestro Zumaqué, reconocido por llevar la música colombiana a las principales salas orquestales del mundo, solo pudo pensar en Bolívar para protagonizar la fecha.
El libertador, según la historia, llegó a Santa Fe en medio de adulaciones luego de la batalla de Boyacá para consolidar su triunfo. “Aquí se conmemoró su historia”, dice el maestro, aunque después fuera expulsado y traicionado.
A las 7 de la noche, cuando el maestro de ceremonias inició el programa, la Plaza de Bolívar, de repente, había quedado con escasos campos en blanco. La carrera Séptima se confundía entre el mar de gente y bicicletas que circulaban por la Ciclovía nocturna, y los primeros acordes de percusión comenzaron a sonar haciendo girar la cabeza de los despistados, rápidamente, hacia la tarima.
Cómo decimos en teatro: ¡Mierda!, dijo Iván. A esa hora estaba recostado sobre la estatua de Bolívar. La expresión, que quiere decir ‘buena suerte’, era justa para cerrar la primera etapa del trabajo demencial que había hecho: el de lograr consolidar un grupo de talentos: artistas callejeros, raperos, bailarines, grafiteros y malabaristas que, en pocos días, aprendieron de libretos y marcaciones, de entonación y proyección, de vestuarios y maquillaje.
¡Está lleno! se escuchaba en los camerinos, y entonces los gritos de alivio por tener la plaza colmada se confundieron con la respiración fuerte y el sudor de manos de los actores que, semanas antes, habían recibido la instrucción. Postura, contacto, vocalización, expresión, fuerza, repetían una y otra vez.
“A mí lo que me interesaba era mostrar ese trabajo que ellos hacen, son muchachos que viven la calle y la manifiestan culturalmente a través del baile, de sus canciones. Hicimos unos casting para seleccionar actores y nos dimos cuenta de que en vez de adaptarlos a la obra, la obra debía adaptarse a ellos”, asegura el director que, entre risas, gritos y exigencia, logró coordinar al grupo.
Para la obra fue necesario vincular el trabajo que ya venían haciendo en sus localidades, en donde los jóvenes, identificados con distintivos de asociaciones como PaZur o Golpe de Barrio, trabajan diariamente dictando talleres, produciendo música, rebuscándose con su arte.
A ellos se les unieron los niños y niñas de Idipron, que hacen teatro y música como forma complementaria a sus clases. Varios llegaron a la institución porque no se los aguantaban en la casa. Algunos prefieren estar en los internados de la entidad antes que ir a sus hogares con papás que los maltratan. Unos cuantos solo fueron a los primeros ensayos pero se cansaron y otros apenas podían creer que iban a salir a una tarima con tanta gente.
Luego vino lo difícil: ensamblar los trabajos, entender lo que les gustaba y a lo que mejor se adaptaban, conseguir recursos para que llegaran a los ensayos sin colarse en el TransMilenio, buscar refrigerios para que soportaran las jornadas de más de 12 horas de trabajo, escucharlos y entenderlos.
“Uno se da cuenta de los problemas que trae cada uno. Arrancamos con un grupo de 30 y terminamos con 14, algunos entraron después invitados por sus amigos, otros prefirieron irse a presentaciones donde les pagaran porque no podían darse el lujo de llegar a sus casas sin dinero. Todo eso se veía en los ensayos y por eso finalmente logramos que todo se hiciera con voluntad, que es lo que ellos más tienen”, afirmó González.
Mientras tanto, cuando los jóvenes se preparaban para la escena, en un hotel al norte de la ciudad el maestro Zumaqué componía la música. “Tengo que escribir 4 millones doscientas cincuenta y tres notas para la Filarmónica”, decía el maestro para agilizar cada entrevista que atendía en el lobby y así evitar que el tráfico de la ciudad le retrasara el trabajo, aunque la cifra variaba entre entrevistas.
“Las partituras no se escriben a mano. Hay programas de computador que facilitan el trabajo, aún así si uno no tiene claro lo que quiere no lo logra. El secreto está en visualizar cómo será el evento”, destacaba Zumaqué durante una ronda de preguntas.
No era la primera vez que tenia una jornada tan maratónica. Alguna vez organizó uno de los eventos más importantes de la costa del país en dos días. En otra, sin querer, compuso la canción que luego sería catalogada como el segúndo himno nacional. Estaba dedicado al Festival del Caribe y luego fue utilizada como complemento de las narraciones deportivas. "¡Sí, sí, Colombia. Sí, sí, Caribe!" aún se escucha por estos días en los televisores.
Parte de la obra estaba escrita previamente y bastó hacer algunos arreglos. Otra parte tuvo que ser hecha de ceros y de acuerdo con las necesidades de los raperos, como las partituras de la percusión que revelaban un beat similar al de las pistas sin fin que usan ellos habitualmente para improvisar. “La filarmónica tocando rap es una locura", decía. Incluso la canción que el maestro le dedicó a su esposa tuvo que ser cedida para el evento.
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Para Andrés, ser invitado al Red Bull BC One Final Latinoamérica fue más importante que cuando conoció en el break dance la posibilidad de superar sus problemas de drogadicción. Él había tenido que acudir al Idipron para alejarse de sus vicios y la disciplina que le exigió hacer parte del grupo de Bboys de su barrio le hizo olvidar la necesidad del consumo.
Su padre le brindó todo el apoyo cuando vio de lo que era capaz. Dejó las calles y las drogas por bailar. Hacía piruetas, saltaba de cabeza apoyado con las palmas de sus manos, hacía giros impredecibles en el aire y algunas veces se golpeaba tan fuerte que su papá no quería verlo más en eso, pero era preferible un golpe que el vicio.
Cuando llamaron a Andrés para asistir al que es el evento más soñado para los jóvenes que, con su baile, piruetas y ritmo expresan lo que viven en la calle, él estaba en un ensayo para la obra de aniversario de Bogotá. Salió corriendo a recoger la invitación. El ensayo quedó en espera hasta que volvió.
El 2 de agosto todo estaba listo. Ese día se verían por primera vez los actores con los músicos de la OFB para marcar las entradas musicales; era el momento en el que se revelaría a los medios el trabajo del que tanto se había hablado, pero Bolívar no apareció.
Andrés había sido escogido por sus compañeros para representar el personaje. Era el líder, uno de los que mejor bailaba, hasta tenía un parecido físico con el libertador, pero ese día estaba en el evento de la compañía de las ‘alas’.
El ensayo terminó en un improvisado encuentro en el que el asistente de sonido hizo las veces de Bolívar, leyendo el libreto y confundiendo a los expectatantes organizadores. “Esto no se ve así, solo estamos marcando las entradas pero el montaje ya está listo”, repetía Iván luego de tomarse la cabeza entre las manos.
“Los muchachos estaban cansados, hicieron una especie de sindicato porque muchos no habían podido ir a estudiar o a trabajar, algunos llegaron tarde por un problema de transporte, el protagonista no había ido al ensayo general… pensamos que se había acabado todo”, afirmó el director del Idipron, José Miguel Sánchez, que luego de hablar con ellos logró calmar los ánimos.
Entonces vinieron los ensayos en la Media Torta y la Plaza de Bolívar. Los músicos de la Filarmónica tuvieron lista su parte en dos días, pero aún faltaban algunos detalles para la escena: ubicar los micrófonos para que no se dañaran al contacto con el suelo, marcar los espacios que guiarían a los actores, coordinar las luces, el sonido, las pantallas…
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La obra ‘Bolívar y Bogotá: Un Bolívar Urbano’ reunió en un solo día a más de 30 mil personas que llegaron a la Plaza de Bolívar de Bogotá y vieron el trabajo de los jóvenes durante más de una hora, en una puesta en escena donde los discursos históricos del libertador se mezclaron con las canciones de protesta de los raperos, donde la batalla de Boyacá no tuvo golpes sino break dance, en la que los intérpretes de música clásica cambiaron sus ritmos tradicionales por los callejeros y en la que el show de juegos pirotécnicos se combinó con las ovaciones.
Los niños raperos se robaron los aplausos en cada una de las presentaciones que se realizaron en Ciudad Bolívar, Puente Aranda, San Cristobal y Usme los dias posteriores al estreno en la Plaza de Bolívar.
La imagen de ‘Ari Tway’, como se hace llamar la hija de ‘Aguila’ (Manuelita en la obra), impactaba al pasar del juego a un rap sobre la lucha de los artistas callejeros. El público quedaba en silencio por un momento y luego estallaba en júbilo.
En una de las presentaciones un niño corrió hacia la tarima para alcanzarle la espada al protagonista antes de que los españoles lo golpearan.
Andrés (Bolívar), quien nunca más faltó a un ensayo o presentación, reconoció el gesto del preocupado niño y lo saludó con un choque de puños. Entonces la obra se convirtió en una especie de complicidad del público con los ‘criollos’, en una rechifla cada vez que aparecía el virrey Zámano con su demoniaca imagen, en un momento de intimidad que merecía taparse los ojos ante el erotismo de la escena de amor entre Bolívar y Manuelita con cortejos recreados a través del baile.
“Yo no voy a olvidar lo que usted nos enseñó, mestro Iván. Eso de no darle la espalda al público, de vocalizar, repetir y repetir. Usted nos gritó mucho pero no lo sentimos como regaños sino como una forma de exigirnos y apoyarnos, y eso no lo han hecho muchas personas, no en mi caso”, dijo ‘Casinadie’ en la carpa que funcionaba como camerino para los actores al cierre de la última presentación.
Él, que en la obra representaba a un cronista de guerra y que con su rap permitía cambiar de época en escena, había sido escogido por el maestro por su capacidad de improvisar. “Hicimos unos ejercicios en los que yo le decía una frase y él empezaba a hacer canciones enteras mientras rapeaba, era una cosa impresionante. Por eso en la obra hay temas que él compuso y que hablan de su vida, de tanquetas de agua, de la UPJ, de los arrestos preventivos…”, destaca Iván.
‘Casi Nadie’ es su nombre artístico y como se le conoce en Bosa, donde es apreciado por la comunidad. Allí ofrece conciertos en los que revela la razón de su alter ego: el abandono de su padre y las peripecias de él y su madre para rebuscar la comida.
Al finalizar los actos, en medio de la fiesta musical que preparó Zumaqué, la Filarmónica tocaba de pie, la gente se animaba a bailar y aplaudir. Los niños zanqueros se robaban las miradas del público que buscaba tomarse una foto a su lado. Los protagonistas aprovechaban el espacio para rapear un poco. Se olvidaban las jornadas, el cansancio, los problemas familiares o la falta de oportunidades.
Ahora, los que alguna vez fueron rechazados por la sociedad sentían el calor de los aplausos, secaban el sudor con las mangas de los vestidos, ocultaban la ansiedad con sonrisas y abrazos entre ellos.
Lo importante era que para muchos, por primera vez, la ciudad que los vio nacer los había reconocido.
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