sábado, 31 de agosto de 2013

En ritual con coca se fusionan etnias en el Amazonas

16 pueblos nativos, con lenguas diferentes, rescatan tradiciones y hasta resuelven conflictos. Los esperan un abuelo –la máxima autoridad en sus comunidades– y al menos seis amigos, entre ellos varios jóvenes. Todos proceden de diferentes regiones. Son de Caquetá, Vaupés, Putumayo, incluso de Bogotá; y algunos están de paso. Armando es un bora de 54 años que abandonó hace 12 su finca en Puerto Arica (Putumayo). Huyó de allí luego de que la guerrilla de las Farc reclutó a su hijo mayor. “Oswaldo debió cumplir 31 años el 18 de julio, si es que está vivo”, dice. Vive de rozar y quemar lotes por contrato, de cuidar fincas y de ayudar en obras de construcción, y comparte hace un año con otras familias una maloca, que aunque está cerca del centro de Leticia no tiene agua, alcantarillado ni luz. “A veces solo comemos arroz”, asegura este desplazado. Elvano, de 43 años, es un miraña (grupo nómada en riesgo de desaparecer) nacido en La Pedrera (Amazonas) y excampeón nacional de canotaje durante un lustro, logros que obtuvo con las selecciones Bogotá y Colombia. Casado con la hija de un cacique muinane (también en riesgo de extinción) que conoció en la capital y profesor bilingüe en Araracuara (Caquetá), decidió trasladarse hace cuatro años a Leticia, en busca de oportunidades de trabajo y de estudio para sus cuatro hijos. Hoy, este licenciado en educación física entrena a niños y jóvenes. Charli, hijo de un inga peruano y de una ticuna brasileña, creció con la cultura del yagé, una planta utilizada para rituales de sanación. Desde los 12 años –hoy tiene 33– vive en el kilómetro 7 de la frustrada carretera Leticia-Tarapacá, que solo cuenta con 19 kilómetros pavimentados, de los 175 contratados hace más de tres décadas. Llegó a la zona como jornalero y por mucho tiempo se sintió un extraño. En Leticia viven cinco inganos, y sus tradiciones son muy diferentes de las de la mayoría de los pueblos allí asentados. “Yo comía fariña, chicha, mojojoy y masato; y ellos, ají negro, caguana, yico y tamal de yuca”, recuerda. Pero todo cambió cuando pidió la mano de una huitoto –esta etnia y la de los ticunas son las poblaciones predominantes– y se sometió a las reglas de esa comunidad. “Mi mamá dice que no soy inga ni ticuna”, afirma Charli. A pesar de sus diferentes orígenes, lenguas y algunas tradiciones, estos tres indígenas tienen en común que cada uno creó su mambeadero. Los une también el castellano, su segunda lengua. Una planta sagrada Aunque en Colombia los cultivos de la ‘mata que mata’, como un comercial de televisión calificó la coca –la hoja es utilizada para producir alcaloide–, son destruidos y sus propietarios, perseguidos; los pueblos indígenas de la Amazonia la consideran sagrada y la mayoría la siembra para mantener la tradición del mambe, como también llaman a la coca molida y el ritual. Por eso en el Trapecio Amazónico –al que se llega después de viajar casi dos horas en avión desde Bogotá y donde apenas un puesto de control de velocidad separa a Colombia de Brasil y el río Amazonas, de Perú– desde el cacique hasta cualquier dueño de casa tienen sus matas de coca, entre plátano, yuca, piña, lulo... Si no las tienen, encargan la hoja a algún paisano (así se llaman entre ellos). Pero eso no siempre es fácil y muchas veces hay que hacer varias llamadas. Las matas apenas son suficientes para garantizar el mambeo diario. En todo caso, el kilo cuesta 10.000 pesos; y si ya está preparado, 20.000. Armando explica que la coca es una de las tres plantas que les entregó el Creador y representa a la mujer. Elvano asegura que es portadora de sabiduría y poder. El inga, por su parte, destaca que les otorga capacidad para hablar. La segunda planta sagrada es el tabaco y simboliza al hombre. La tercera es la yuca dulce. A la hoja de la coca los indígenas le atribuyen también poderes medicinales (alivia el dolor) y en el mambeo adormece la boca, incluso los labios, y quita el hambre. “Da tranquilidad, no hay preocupación, no hay nada”, insiste Elvano. Esta ceremonia es propia de los siete pueblos que se hacen llamar “gente de centro”, con lo que se refieren a que su territorio ancestral se encuentra entre los ríos Caquetá y Putumayo (muy lejos de Leticia). El ritual se ha transmitido a otras culturas, como los ticunas, los inganos y los casi desaparecidos artesanos cocamas. En él se utiliza también una crema amarga y salada –a base de tabaco y pulpa de totumo– llamada ambil. “Los nietos del Yurupary, en cambio, usan el tabaco en polvo (para aspirar) y en castellano lo llaman ‘rapé’ ”, dice Elvano, quien de esta manera se refiere a los pueblos (yucuna, matapí, letuama, tanimuka, entre otros) que proceden de los límites entre Vaupés y Amazonas. Asiento de la sabiduría Los tres nativos ya llegaron a sus casas y tras ellos van apareciendo paisanos, entre los que hay boras, muinanes, mirañas, ticunas, huitotos, cocamas... Se los ve muy tranquilos. Están en sandalias o tenis, pantalón de jean, y algunos en camiseta o con la camisa desabrochada. En sus mochilas, colgadas al hombro, llevan un tarro con ambil y otro con mambe. Otros cargan un pequeño frasco con rapé. En esos bolsos también se encuentran cajetillas de cigarrillos Pielroja, las de la imagen de un indio con una corona de plumas. Esos chicotes no tienen filtro, pero son los que más se venden en Leticia, a 2.000 pesos cada cajetilla. A la entrada del mambeadero hay una caneca con caguana –bebida hecha con fécula de yuca, zumo de piña y panela– o simplemente con refresco que compran en la tienda. Todos toman en la misma totuma. Un montón de hojas también aguarda. A fuego lento se calienta una sartén, muy parecida a una paellera, en la que se seca la coca. “Ninguna se puede quemar”, advierte Charli, mientras vacía las hojas tostadas en un pilón y luego las mezcla con ceniza de hojas de yarumo. Entre molida y molida, estos indígenas le van dando el punto ideal al polvo verde. Entre tanto, el más anciano de los abuelos espera sentado en su trono, que es un pequeño banco de madera y que solo él puede ocupar. Lo propio hace el anfitrión, el dueño de casa, quien también tiene su sitio. Él asigna los otros puestos. Para ese momento, cada uno de los asistentes ha rotado de mano en mano su ambil o su rapé. Es el saludo formal. Algunos han acabado el primer Pielroja, y otros mantienen una postura de meditación. El médico tradicional respira muy rápido; está entrando en trance. El ritual lo inicia el abuelo. Él da la bienvenida e indica el tema. El anciano, que suele hablar a través de metáforas, puede tomarse el tiempo que crea necesario. Solo hace pausa cuando estira el brazo para tomar la cuchara que hay dentro de una totuma, ubicada en el centro del recinto, y traga polvo de coca. Mastica y va hablando. Se hace difícil entender su mensaje, aunque no falta el que asiente con la cabeza, como si entendiera todo. “Estoy en el asiento de sabiduría. Este asiento se conecta con el dueño de nosotros, de la Tierra, él baja sobre mí”, se le alcanza a escuchar al cacique muinane Arturo Rodríguez, quien está descalzo y solo viste una pantaloneta. Este abuelo de 72 años, y que lleva como amuleto un colmillo de caimán colgado del cuello, llegó hace tres meses de Bogotá. Regresó porque no ha logrado que su EPS –entidad que presta el servicio de medicina occidental– lo atienda sin reclamar, porque aparece como usuario en otra región. El anciano caqueteño dejó instalado un mambeadero en el sector de Galerías, en la capital, donde los miércoles a partir de las 4 de la tarde se realizan tertulias. “El mambeo no es solo para llenar el cachete, también es para sanar”, agrega el abuelo, con lo cual quiere recordar que el ritual también es utilizado para curar enfermedades y cuidar de los familiares. Más adelante se refiere a la muerte de su abuelo, a manos de blancos en la época de la cauchería. A este cacique le prendieron fuego porque mambeaba. Un sonoro ¡huummm! se escucha en el recinto, una vez concluye la intervención. Este sonido gutural sería equivalente a un aplauso en una reunión de blancos, explican. Entre reflexiones, alguna pregunta, más cucharadas del polvo verde a la boca y nuevos ¡huummm! transcurre el ritual, que se puede prolongar por cuatro, cinco o más horas. A varios kilómetros de allí, en el sector de la carretera, también durante el ritual, otro cacique muinane, Octavio García, defiende con vehemencia la coca y culpa a los “hermanos menores” (al blanco) de las tragedias que ha generado esta planta. “Quien viola la tradición se destruye a sí mismo”, dice sin vacilaciones. García, de 73 años y quien detrás de su trono exhibe la piel de un jaguar, es sabio cultural y étnico, título que le concedió la Gobernación del Amazonas. En 1991 fue declarado, en Cartagena, mejor cuentero. En un español poco comprensible, el taita Antonio Cayetano, el abuelo mayor de los pueblos indígenas de la carretera y más conocido como ‘Diablo’, expresa su preocupación sobre un tema que inquieta a las autoridades en Leticia: el habitual mambeo de residentes y turistas en bares y discotecas. “Eso no es cultura. Pobres, no saben dónde están parados”, dice este exgrumete de la Marina y exagricultor de 75 años, que acusa al blanco de sacar el polvo verde de las malocas a la calle y mezclarlo con licor. Él vendió la finca, las reses, las gallinas y los cerdos que tenía en Puerto Leguízamo (Putumayo) para radicarse en Leticia, donde sus siete hijos estudiaron, pero luego emigraron. Varios de ellos viven en el extranjero y ninguno –asegura– sigue las tradiciones de los huitotos. “Así es el destino: mi Dios da, mi Dios quita”, afirma este chamán. En el ritual con la coca no hay temas vedados. En él también se proyecta el trabajo del día siguiente y se resuelven conflictos. Algo así ocurrió cuando le inventaron al abuelo muinane Aniceto Negedeka, de 70 años, que había llegado del Araracuara expulsado porque atacó a otro con machete. En un mambeadero oscuro y hecho de palma, como en el que está sentado, tuvo al paisano que puso a correr el rumor. “Eso se resolvió, era un chisme”, recuerda el cacique, ornitólogo y autor de una docena de cartillas. Proceso de integración El mambeo también ha servido para que las nuevas generaciones conozcan de sus ancianos cómo fueron aquellos tiempos –comienzos del siglo pasado– en los que, por culpa del régimen de terror impuesto por la Casa Arana, durante la bonanza del caucho, miles de nativos fueron esclavizados y llevados lejos de sus territorios. “Muchos fueron asesinados o murieron de hambre”, dice durante una sesión Gilberto López, un huitoto nacido en Leticia. Este abuelo, que frecuenta los mambeaderos de Armando y Elvano, agrega que el destierro continuó tres décadas después con la guerra entre Colombia y Perú. Pueblos enteros abandonaron sus territorios y caminaron errantes por la selva. En los años 50 siguió el desplazamiento con la colonización auspiciada desde el centro del país y acompañada por la Iglesia. “Mientras traían blancos de otras regiones, las hermanas vicentinas recogían ticunas y los ubicaban en el kilómetro 6 (de la carretera)”, agrega. Luego lo hicieron con huitotos, mirañas y boras, cinco kilómetros más abajo. Después llegó el tráfico de pieles, de oro, de madera y, desde los 80, de cocaína. “Varias generaciones sufrieron el desplazamiento físico y cultural”, asegura Saúl Gabba, secretario general de la Asociación para el Plan Salvaguarda de los pueblos indígenas de Leticia. Por eso este curaca (gobernador de resguardo) dice que se necesitan “100 años o más para recuperar lo intangible”, que se perdió en más de un siglo. “Eso no se logra en un año, insiste, como quiso la Corte Constitucional en el auto 004 del 2009”. Ese tribunal ordenó crear, en este plazo, las condiciones para la autonomía y la autodeterminación de los pueblos indígenas. El caso es que, en el intento por retornar a sus zonas de origen y reencontrarse con sus tradiciones y familiares perdidos, muchos se han ido desplazando a la selva. En ese camino han arribado a Leticia y a la llamada carretera. Una zona alguna vez dominada por los desaparecidos omaguas (este pueblo de guerreros fue el primero que habitó las riberas del río Amazonas) y luego ocupada por los ticunas y los huitotos, y en los últimos tiempos por familias de 14 etnias más. Todos ocupan el mismo territorio, algo que antes era impensable. Un poco más allá de la vía, a casi un día a pie, se encuentran los Israelitas, secta conformada por peruanos que a principios de los años 90 migraron hacia el Amazonas en busca de la tierra prometida. Los hombres visten túnicas; las mujeres, largas faldas y se cubren el cabello con un velo. En el trapecio también hay presencia, desde los 70, del movimiento mesiánico de los Crucistas. Sus seguidores son ticunas y mestizos, y se los identifica porque llevan, pendiendo de un cordón delgado, una cruz en el pecho. En ese tránsito por Leticia, muchos encontraron mejores oportunidades y decidieron quedarse. Ellos son los padres de los profesionales de hoy, que han escalado en el entorno social del blanco. Hace un tiempo los indígenas “eran discriminados y vistos como atrasados, pero ahora son funcionarios, docentes, policías y políticos”, insisten el ticuna y lingüista Abel Santos y el profesor de historia Ángel Wilfredo Tanimuka. Esos “círculos de palabra”, como los jóvenes nativos llaman los mambeaderos, han sido vitales para ese “reconocimiento” y la “cohesión” entre etnias, a las que ya pocas cosas las diferencian. Pero el antropólogo cocama Carlos Álvaro Lozano, uno de los que conforman esa explosión de jóvenes profesionales y que por su fisonomía podría pasar por blanco, considera que por no vivir en una maloca ni usar guayuco, o porque tienen celular o computador, puede asegurarse que olvidaron las tradiciones y dejaron de ser indígenas. “Por el contrario, es una forma de supervivencia”, reitera Lozano, quien destaca precisamente que en el rito de la coca molida se “conectan” con sus raíces. También en esos “sentaderos” (mambeaderos), de los que se cuentan cuatro en la ciudad y un sinnúmero en la carretera, al lado de las enseñanzas de los abuelos se empezó a hablar de la organización de los pueblos indígenas. En esos espacios, ancianos, líderes naturales como Armando Yacob y Charli Ipuchima, y profesionales como Elvano Miraña han acordado temas comunes. Cuentan que crearon un cabildo urbano que representa a familias de 16 etnias y que su territorio es la maloca cerca del centro. Como este organismo, hay un centenar en el país y, de ser aprobada esa figura por el Estado, les daría acceso a transferencias y a los indígenas de las ciudades, como el caso de Leticia, las mismas garantías que en los resguardos. Pero lo que más valoran los nativos del Trapecio Amazónico es que ese intento por lograr reivindicaciones, proceso que apenas lleva dos años, pero que les ha demandado cientos de kilos de polvo verde, los llevó a reconocerse como uno solo. “Aunque somos un territorio multiétnico y multilingüístico –asegura Armando–, ya pensamos como un único pueblo”. Entrevista Norberto Farekatde M. Director de la Oficina de Asuntos Indígenas del Amazonas. ‘El ritual del mambeo es un espacio de cohesión social y cultural’ ¿Qué es el mambeo para las comunidades indígenas en el Trapecio Amazónico? En ese espacio se programa el trabajo, se imparte conocimiento, se normatiza, se hace justicia y se aplica la medicina tradicional. Si no fuera por el mambeo, la gente estaría dispersa. ¿Por qué etnias que no tienen esa tradición también mambean? Las culturas son dinámicas, no son estáticas, y para que una cultura tenga una identidad debe ser reconocida por las otras. Yo soy huitoto y la camisa no es de mi cultura, pero la he adoptado y la he puesto al servicio de mi cultura. Eso también sucede dentro de los grupos étnicos. ¿Esto explica la integración que se está dando entre diferentes etnias? Con la Constitución (de 1991), que reconoce los derechos de los pueblos indígenas, las comunidades empezaron a revalorar su cultura, su identidad. Y el mambeo ha hecho que se unan los pueblos, que logren comunicarse como tales y, a pesar de sus diferencias, reconocerse e identificar los problemas comunes. El mambeo es un ritual de cohesión social y cultural. ¿Qué piensa del mambeo fuera de la maloca, de la comunidad, por ejemplo, en discotecas y bares? Es un problema que se sale de todo contexto. Así como el yagé, que es afín a los ingas, kamsás y cofanes, se ha comercializado y en Bogotá pagan 50.000 y 100.000 pesos por sesión, con el mambeo está pasando lo mismo. Claro que algunos que no son indígenas también han querido aprender el conocimiento de la coca y el tabaco. ¿Por qué el ritual se debe celebrar todos los días y en la noche? Durante el día se alteran la naturaleza y la forma de interactuar entre los diferentes seres. En la noche, con el ritual del mambeo, se vuelve a estabilizar la naturaleza. *Este trabajo se elaboró como parte del taller de periodismo cultural sobre zonas de frontera, organizado por la Dirección de Comunicaciones del Ministerio de Cultura, en asocio con el Fondo Mixto de Cultura de Nariño y con el apoyo de Andiarios. GUILLERMO REINOSO RODRÍGUEZ Enviado especial EL TIEMPO HerramientasImprimirReportar ErroresCompartirGuardar artículo

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