domingo, 20 de octubre de 2013
En el aeropuerto El Dorado, un adiós ya está servido para 90 meseros
Esta semana comienza la demolición de la antigua fachada. Trabajadores quedarán sin empleo.
En la soledad de los pasillos del viejo aeropuerto El Dorado, Luis Sánchez siente la angustia de los días contados. Con apenas cuatro días para desalojar su puesto de trabajo, nada sabe sobre su futuro inmediato. Sólo cuenta con una certeza: que antes del 23 de octubre, día en que comienzan la demolición definitiva de la antigua estructura, junto con otros 90 meseros (sus amigos) de la segunda planta, quedará desempleado.
Todo comenzó con un hecho esencial: el 7 de febrero de 2007, día en que Opaín firmó el contrato para construir la nueva sede, el tiempo empezó a correr en su contra. Desde ese mismo instante todos los pequeños locales del lugar quedaron condenados, sin saberlo, a las nuevas pautas de juego. (Lea aquí: La nueva terminal de El Dorado se estrena este martes)
Y aunque ahora tienen derecho de preferencia sobre los otros establecimientos en la disposición final de la plaza de comidas del nuevo aeropuerto, las condiciones ya no son las mismas: los precios de alquiler suben, los recortes se hacen necesarios y los afectados directos son ellos, los meseros.
Como si la vida les hubiera jugado una broma tardía, cada uno debe reinventar su oficio, empezar desde la nada, pues el autoservicio es la nueva estrategia para reducir los costos. El tránsito de lo viejo a lo nuevo ya parece inevitable. Ellos lo saben y por eso no protestan con violencia. Pero, por otro lado, las víctimas de este paso doloroso serán también sus familias. De los 90 meseros que trabajan allí dependen otras tantas personas. “Es mejor no hacer ese cálculo”, dice uno de ellos. (Vea imágenes de la nueva terminal nacional de El Dorado).
Luis, que lleva 26 años trabajando allí, mira desde la ventana del segundo piso del antiguo aeropuerto. Ya no ve la inmensa pista por donde antes contemplaba con asombro los aterrizajes de emergencia sino el gigante de hierro y vidrio, el nuevo aeropuerto, alzarse en frente suyo.
A Luis le bastó con la primaria para entender una verdad fundamental: que para ser un honrado y buen trabajador no se necesita ir a la universidad. Todos los días, a las cuatro de la mañana, Luis debe caminar desde Patio Bonito hasta la avenida Ciudad de Cali. 15 cuadras peligrosas, dice. Allí tiene que tomar tres buses para llegar al aeropuerto, donde por un salario mínimo trabaja en un lugar llamado Aerodelikatessen. Parece casi un milagro pero con este sueldo, más las propinas, ha logrado mantener en pie a toda una familia. A su esposa, que no trabaja hace 25 años. A su hijo menor, estudiante de ingeniería. Y a su hija, que no hace mucho quedó embarazada.
Cuando se pregunta cómo ha llegado hasta allí, los hechos del pasado se mezclan en su cabeza. Pero entre la confusión de los recuerdos despunta una fecha: el 3 de marzo de 1989. “Ese día nos tocó una balacera que ni se imagina. Fue el día que mataron a José Antequera, el comunista. Y Ernesto Samper quedó herido. Los meseros nos metimos detrás de la ventana de un restaurante de hamburguesas y desde ahí veíamos todo como desde una vitrina. Los trece tiros, la gente en el suelo. El miedo”.
Su memoria está disparada. Sobre todo ahora que sólo llegan los vuelos nacionales y el trabajo es poco, Luis y sus compañero aprovechan para recordar tiempos mejores, cuando el dinero corría por montones. “Por allá en el 84, cuando se movía la plata de verdad, los clientes no se bajaban de botella de whisky”. Luis hace una pausa y concluye: “El aeropuerto me lo ha dado todo. Acá tengo mis amigos, mi vida, mis recuerdos.”
Como ruido de fondo se oye el repicar de la retroexcavadora que desde ya amenaza con tumbar aquel esqueleto deslucido que es hoy el viejo aeropuerto. Para los nostálgicos, la demolición es un crimen patrimonial. Para los amantes del progreso, es una necesidad. Pero para los meseros, se trata de una tragedia inevitable, en la que además se pierde una tradición.
Luis sigue su relato como un autómata que recita un pasado que se sabe al pie de la letra. “Yo he atendido personalmente a Diomedes Díaz. También ‘Miki’ Ramírez, el delator de Pablo Escobar, me buscaba para que yo lo atendiera personalmente. Acá he conocido a todos los jugadores de la selección Colombia: Iguarán, el ‘Pibe’, el ‘Tino’ Asprilla, Falcao. Cantantes como Darío Gómez y Luis Alberto Posada. De la televisión, ni le digo. Pero ya todo eso se acabó.”
¿Y entonces qué se va a poner a hacer? “Mandar hojas de vida y esperar que la experiencia de 26 años en esto sirva para algo.”, responde.
Lo cierto es que ni Luis ni sus compañeros saben a quién culpar. Algunos prefieren la autoflagelación. Se duelen de no haber previsto que un oficio como el suyo, con los años, desparecería para darle paso al “progreso”, a la impersonalidad.
Luis, por su parte, no ve la salida. Como sabe que el servicio es un agregado que algunas personas prefieren eludir pero al que él, de todos modos, ha entregado su vida entera, insiste en que lo suyo es y será para siempre la disposición para servir con amabilidad, con sonrisa honesta. Y está seguro que eso vale más que todo. Que nadie puede sustituir ese valor humano. En definitiva, que no quiere trabajar en nada diferente.
SANTIAGO GÓMEZ
Redactor EL TIEMPO
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