domingo, 20 de octubre de 2013

La historia del concejal que indignó al país

Carlos Martínez, concejal de Chía y protagonista de varios escándalos, dice que defendió su vida. Es viernes al mediodía y Carlos Enrique Martínez está sentado en una banca de un parque al norte de Bogotá. Un micrófono en el pecho, una cámara al frente. Su enésima entrevista. Las personas que pasan lo reconocen, le reclaman. Martínez los mira. –Ya me da risa esto –dice. Y quizá eso, que le dé risa, después de haber protagonizado el episodio del que más se habló en el país esta semana, es lo que más le reprocha la gente. “Si no hubiera hecho lo que hice, no estaría aquí hablando con usted, sino en la cárcel. Tenía que defender mi libertad”, dice y juega con un encendedor de una mano a otra. Esta semana volvió a fumar. Martínez Gallego aparenta más de los 28 años que tiene. Como si todo lo hubiera hecho más rápido, incluidos los escándalos. En menos de dos años de carrera política como concejal de Chía, ha aparecido en los medios solo por altercados: en enero del 2012, cuando supuestamente hizo unos disparos al aire en un barrio al norte de Bogotá; meses más tarde, cuando peleó con agentes de Policía y sacó a relucir entre gritos su cargo de “primera autoridad política del municipio, ¡qué chimba!”; en octubre del año pasado, cuando lo detuvieron por supuesto porte ilegal de armas en Bogotá; y el último, en el que el país lo vio desconocer a agentes de Policía y conducir su carro pinchado, y en contravía, a una guarnición militar. En la banca del parque, Martínez –camisa rosada sin una sola arruga, jeans oscuros, zapatos de gamuza– tiene una explicación para todo. Su explicación. Aunque no solo tiene encima la opinión del país –incluso el presidente Santos recriminó su actuación–, sino la decisión de la Procuraduría, que confirmó su destitución como concejal y lo inhabilitó diez años, él se considera una persona “muy de buenas”. –¿Que un país entero te conozca, con solo 28 años? ¡Eso no existe en el mundo! –dice. Y entonces muchos calificarán esto de cinismo. Y él lo llamará sinceridad. *** Carlos Enrique Martínez Gallego nació en Bogotá, pero a los pocos años se fue con su familia a vivir a Melgar (Tolima), y allí siguió hasta su adolescencia. No era un niño corriente, dicen personas cercanas a él. Prefería pasar el tiempo con los adultos que con los chicos de su edad. En el colegio, sin esfuerzo, ocupaba siempre los primeros lugares. Tanto que una de las profesoras les sugirió a sus padres que lo hicieran evaluar por el Instituto Alberto Merani, pues consideraba que su inteligencia era superior. Lo llevaron. Lo evaluaron. Pero Martínez, que tenía 7 u 8 años, no quiso quedarse a vivir en Bogotá. En la quinta tolimense vivía con su mamá, María Clara Gallego, sus hermanos y un papá –Carlos Martínez Landazábal– que aparecía de vez en cuando (porque trabajaba en Bogotá) y con quien Carlos Enrique no tenía buena relación. No soportaba sus agresiones, al punto que, con 14 años, se fue de la casa. En Bogotá, para acabar bachillerato, se inscribió en el colegio donde había hecho los dos primeros grados, el Gimnasio José Joaquín Casas. Vivía con un amigo que tenía un bar-restaurante como negocio. De día, Carlos Enrique estudiaba; de noche, trabajaba en el local. Se graduó como bachiller en el 2001, con 15 años. “Un muchacho promedio. En el colegio, nunca nos generó problema”, dice Jaime Leal González, rector y fundador del J. J. Casas. Tras su grado de bachiller, Martínez optó por la carrera militar, tal vez influenciado por su abuelo materno, que era coronel. Entró a la Escuela de Oficiales José María Córdova y, como subteniente, se especializó en inteligencia. Mientras en su formación las cosas iban bien, en casa los asuntos estaban de otro color. La familia había dejado el Tolima para hacerse cargo del todo de su próspero negocio, el complejo turístico Pueblito de Yerbabuena, en Chía. Carlos Enrique los visitaba de vez en cuando. En una de esas ocasiones, volvió a discutir con su padre y no solo a los gritos, sino con amenaza de disparos (ambos estaban armados). Pocos días después, su hermana mayor lo buscó para contarle que su papá no era en realidad su papá. Su mamá, María Clara Gallego, museóloga graduada en España y directora del Museo de Arte Religioso en los años ochenta, se había casado por segunda vez con Carlos Martínez Landazábal y él les había dado el apellido a los dos hijos de su primer matrimonio. Algunos dicen que a Carlos Enrique le dio dolor conocer la noticia, otros que lo recibió con alivio. Siguió diciéndole papá y, por un tiempo, las relaciones se mantuvieron soportables. Pero entrado un proceso de divorcio entre Martínez Landazábal y Gallego, el tema se empeoró. Tanto que hoy tiene una demanda interpuesta por su padrastro por el supuesto robo de 500 millones de pesos. Dice que entró a su casa, rompió un armario y cogió el dinero. Supuesto robo, hay que decir, porque no ha concluido la investigación y lo que Martínez dice que pasó fue que una noche acompañó a su mamá a sacar de la casa un carro que era suyo. *** Su primer trabajo en el Ejército –rozando los 21 años– fue coordinar un grupo de inteligencia en Cúcuta. A Martínez le tocó investigar ‘falsos positivos’, masacres, actos terroristas. Se ganó enemigos; incluso afirma que denunció a un alto miembro de la Policía por participación en un delito (y afirma que tal vez a eso se deba su mala relación con la Policía). La presión en su contra fue muy grande y, después de año y medio, renunció. Existe la versión de que su salida se debió a una investigación disciplinaria en su contra, pero, fuentes del Ejército afirmaron que su retiro fue voluntario. Lo siguiente que Martínez hizo fue abrir –en sociedad con una novia– un almacén que vendía productos de la diseñadora española Ágatha Ruiz de la Prada (tuvieron dos locales, en el Centro Andino y en la calle 122; hasta que el noviazgo acabó); después viajó a Estados Unidos, se casó por unos meses y montó allá un negocio de comidas rápidas; se separó y regresó a Colombia. Y aquí, en medio de una tregua con su padrastro, le propuso que se lanzara a la Alcaldía de Chía mientras él lo hacía al Concejo. Su padrastro obtuvo cerca de tres mil votos y no alcanzó a la Alcaldía; Carlos Enrique consiguió 276 votos y un cupo como concejal. –Usted dijo en su posesión que un político debe tener una hoja de vida intachable. ¿Ensució la suya? –No. Lo que hice fue defenderme –responde. –Pero puso en riesgo vidas por cuenta de eso. –Tenía que ver por mi propia vida. Esta semana, varios de sus colegas en Chía pidieron su renuncia por considerar que Martínez dañaba el prestigio del Concejo. Otros reconocieron su labor. “No podemos decir que haya sido mal concejal. La ha embarrado por fuera, pero aquí ha sido un señor”, dijeron. Si bien asistía cumplido a la mayoría de sesiones, también solía pedir licencias, como la de este año, de marzo a junio, tiempo durante el cual estuvo en Venezuela. Martínez trabaja como asesor del gobernador del Táchira, José Vielma Mora, (desde antes de que llegara a ese cargo) y es defensor de muchos principios chavistas. Lo dice sin importarle que eso le vaya a traer más o menos críticas. En realidad, a Martínez no parece preocuparle el aire de escándalo que lo rodea. –¿Se le acabó su carrera política? –Para nada –responde. –Mañana nadie votaría por usted... –No crea. Carlos Enrique Martínez Gallego cumplirá 29 años en febrero y es posible que para entonces su nombre sea otro. Su padrastro está en busca de quitarle el apellido, y él no se opone. En Facebook se presenta como Enrique Martínez Gallego. Y su deseo es ser Enrique Gallego, sin el ‘Carlos’. El asunto es que cambiar de nombre no hará que se evaporen las equivocaciones cometidas. Así ocurrió el episodio Hacia las 5:00 a.m. del domingo 13 de octubre, el concejal Martínez se negó a un control de Policía en la avenida Caracas con calle 53. Desde allí y con dos llantas pinchadas emprendió su huida: en su camino casi atropella a un oficial, invadió el carril de TransMilenio en la Caracas, se metió en contravía en la calle 67 y terminó en la Escuela Militar. Allí, al ser detenido por la autoridad, se negó a hacerse la prueba de alcoholemia; solo se la practicó seis horas después y esta salió negativa. MARÍA PAULINA ORTIZ Redacción EL TIEMPO

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